Es muy común el sentirse identificado con un lugar. Países, ciudades, rincones... A mi antes me pasaba. Me sentía propia de mi habitación, de cierta tetería o del bar en el que tanto me reía. Eran como las tres facetas que se unen y forman el tú. Facetas que quedaron atrás. Y opté por otra habitación, otra tetería y otros tantos bares más. Y calles y parques para terminar de perfilar. Otra yo, igual pero en otro lugar.
Me dijeron que había cambiado.
Eso es el lugar. Pero más tarde que pronto lo volví a adelantar. En los mismos rincones no me sigo sintiendo igual. No pertenezco a ninguno de ellos, pues en realidad, lo que me proporcionaba calma o hiperactividad no era el lugar en sí, si no la gente con la que estaba allí.
No pertenezco a esa habitación con el calendario marcando un permanente septiembre de 2007. Como mucho, a quien comparte esa casa conmigo. Ni a la tetería de paredes naranjas y música agradable. Quizás, a quien te atiende con una sonrisa y a la persona que hasta allí te acompañe. Ni mucho menos al bar donde ya puestos ni me dejan pasar. En todo caso, a quien allí berreaba conmigo y podría seguir haciéndolo en cualquier otro lugar...
Esta habitación que el año pasado era nueva es tan mía como de quien aquí ha pasado su tiempo conmigo. Y no es la misma desde que alguna de esas personas se ha ido tan lejos que ni recuerda como llamar a la puerta. Los bares cambian noche tras noche, dependiendo de a quien acompañes. Las calles no son iguales si vas sóla o con alguien. No se puede pertenecer a un lugar que no pertenece a nadie. O, en otras palabras:
La patria es un invento. Tu país son tus amigos, y eso sí se extraña...